Este 12 de marzo se cumplen 400 años de la canonización de San Isidro Labrador, patrono de todas las personas dedicadas a las actividades agrícolas. En la ciudad de Madrid, de donde es originario, festejarán con gran alegría este evento. La Santa Sede, uniéndose a la celebración, ha concedido un año jubilar, que iniciará el próximo 15 de mayo, día de la fiesta del santo. En México también es muy querido.
San Isidro Labrador nació en el año 1082, en el territorio de Madrid que formaba parte de Toledo (dominado por Al Andaluz). Eran tiempos de la reconquista. Su nombre completo era Isidro de Merlo y Quintana. Sus padres, de origen muy humilde, lo educaron en la piedad y en el amor por la oración, los sacramentos y la Santa Misa. Quedó huérfano muy pequeño. Tenía diez años cuando se inició como peón de campo en una finca cerca de Madrid. Allí pasó muchos años trabajando. Se casó con una sencilla campesina, a la que hoy conocemos como Santa María de la Cabeza. Isidro se levantaba siempre a misa y eso le provocaba conflictos con los que trabajaban con él, quienes pensaban que era flojo y que no ponía todo su esfuerzo en el campo. En una ocasión lo acusaron ante su patrón, don Juan de Vargas. Don Juan se puso a observarlo y se dio cuenta de que en el tiempo en el que Isidro estaba en misa, su trabajo lo seguía realizando un personaje invisible que guiaba a los bueyes. Lo que recibía Isidro como pago por su trabajo, siempre lo dividía en tres partes: una para su familia, otra para los pobres y otra para el templo. En una ocasión su hijo cayó en un pozo. Uno de los milagros (son muchísimos) que se le reconocen a San Isidro es el haberse hincado a rezar junto a su esposa a un lado del pozo y de repente el agua empezó a subir de tal forma que pudieron salvar a su hijo. Por varios siglos fue reconocida la santidad de Isidro, pero hasta el año 1622 fue canonizado por el Papa Gregorio XV. También fueron canonizados ese día cuatro grandes santos: San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, San Felipe Neri y San Francisco Javier.
Hay un poema, muy querido en mi familia, que me recuerda a San Isidro. Se llama: Sembrando, del español Blanco Belmonte. Es sobre un hombre humilde pero muy grande ante Dios, que no busca recompensa por sus acciones y sólo anhela hacer el bien y sembrar la paz. Les compartiré algunas de sus estrofas (es largo) que nos pueden llevar a una reflexión y a generar propósitos de mejora, tanto a nivel personal como comunitario, en estos tiempos donde hacen falta sembradores de amor, de paz, de verdad y de encuentros con Dios.
De aquel rincón bañado por los fulgores
del sol que nuestro cielo triunfante llena;
de la florida tierra donde entre flores
se deslizó mi infancia dulce y serena;
envuelto en los recuerdos de mi pasado,
borroso cual lo lejos del horizonte,
guardo el extraño ejemplo, nunca olvidado,
del sembrador más raro que hubo en el monte…
Una tarde de otoño subí a la sierra
y al sembrador, sembrando, miré risueño;
¡desde que existen hombres sobre la tierra
nunca se ha trabajado con tanto empeño!
Quise saber, curioso, lo que el demente
sembraba en la montaña sola y bravía;
el infeliz oyóme benignamente
y me dijo con honda melancolía:
– Siembro robles y pinos y sicomoros;
quiero llenar de frondas esta ladera,
quiero que otros disfruten de los tesoros
que darán estas plantas cuando yo muera -.
¿Por qué tantos afanes en la jornada
sin buscar recompensa? dije. Y el loco
murmuró, con las manos sobre la azada:
– Acaso tú imagines que me equivoco;
acaso, por ser niño, te asombre mucho
el soberano impulso que mi alma enciende;
por los que no trabajan, trabajo y lucho;
si el mundo no lo sabe, Dios me comprende…
Por eso cuando al mundo, triste, contemplo,
yo me afano y me impongo ruda tarea
y sé que vale mucho mi pobre ejemplo
aunque pobre y humilde parezca y sea.
¡Hay que luchar por todos los que no luchan!
¡Hay que pedir por todos los que no imploran!
¡Hay que hacer que nos oigan los que no escuchan!
¡Hay que llorar por todos los que no lloran!
Hay que ser cual abejas que en la colmena
fabrican para todos dulces panales.
Hay que ser como el agua que va serena
brindando al mundo entero frescos raudales.
Hay que imitar al viento, que siembra flores
lo mismo en la montaña que en la llanura,
y hay que vivir la vida sembrando amores,
con la vista y el alma siempre en la altura -.
Dijo el loco, y con noble melancolía
por las breñas del monte siguió trepando,
y al perderse en las sombras, aún repetía:
– ¡Hay que vivir sembrando! ¡Siempre sembrando! –
Voces en el Tiempo
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