El monje trapense Thomas Merton (1915- 1968) describió una experiencia muy profunda de encuentro con el corazón de la humanidad en su libro Conjeturas de un Espectador Culpable. Todo pasó en una salida de su monasterio en Kentucky, cuando visitó un centro comercial. Estas son sus palabras:

“En Louisville, en la esquina de la calle Cuarta con Walnut, en medio del barrio comercial, de pronto me sentí abrumado al caer en la cuenta de que amaba a toda aquella gente; de que todos ellos eran míos, y yo de ellos, de que no podíamos ser extraños unos a otros, aunque nos desconociéramos por completo. Fue como despertar de un sueño de separación… Siento la inmensa alegría de ser hombre, miembro de la raza en la que Dios quiso encarnarse… ¡Si todo el mundo pudiera comprenderlo! Pero es algo que no se puede explicar. No hay manera de hacer ver a los humanos que todos ellos deambulan por el mundo brillando como el sol… Es como si, de pronto, me hubiera percatado de la secreta belleza y la profundidad de sus corazones, adonde ni el pecado ni el deseo ni el autoconocimiento pueden llegar: el corazón mismo de su realidad, la persona que cada cual es a los ojos de Dios”.

Merton se sorprendió ante el brillo de todas las personas a su alrededor. Ese brillo venía de la mirada de Dios sobre ellos. Cada ser humano tiene luz por ser amado profundamente por Dios. Esa verdad la han descubierto los santos y ellos han aprendido a mirar como Dios. Ven en cada persona a Jesús. Se alegran por el potencial de bien que hay en ellos, por la realidad de su pertenencia a un orden superior, por su filiación divina. Y eso es una realidad, a pesar de todas las fallas humanas. Así veía la Madre Teresa a los moribundos, San Carlos de Foucauld a los Tuaregs, Santa Bernardita a las religiosas que la trataban mal y San Juan Pablo II al que trató de matarlo.

Mi libro favorito del escritor alemán Ernst Jünger se llama Radiaciones y precisamente trata de esa luz que emiten las personas y que muchas veces no apreciamos o no sabemos reconocer. Para Jünger, esas radiaciones conducen a la ordenación de todas las cosas visibles de acuerdo con su rango invisible: “Recibimos radiaciones del ser humano, de nuestros prójimos y de quienes nos quedan lejos, de nuestros amigos y de nuestros enemigos. ¿Quién conoce las consecuencias de una mirada que nos rozó furtivamente? ¿Quién conoce el efecto de la plegaria que por nosotros rezó un desconocido?… En cada instante estamos envueltos en haces de luz que nos tocan, nos rodean, nos traspasan”.

En toda la obra de Jünger se aprecia su descubrimiento del gran valor del ser humano a la luz de su naturaleza, no sólo material sino sobre todo espiritual. Un ejemplo lo encontré en su libro La Emboscadura cuando dice: “La riqueza del ser humano es infinitamente mayor de la que él presiente. Es una riqueza de que nadie puede despojarle y que en el transcurso de los tiempos aflora una y otra vez a la superficie y se hace visible, sobre todo cuando el dolor ha removido las profundidades”.

En situaciones de máxima alegría es fácil observar a las personas brillar. Como ejemplos puedo mencionar la manera tan intensa de brillar de un sacerdote cuando asistí a su Cantamisa, de mi sobrino cuando entregó su anillo de compromiso, de una amiga cuando se convirtió en abuela, en el rostro de mis hijos cuando regresaron de un viaje y en los ojos de un amigo cuando recibió la noticia de que ya estaba libre de cáncer.

Las personas que oran brillan con mayor intensidad. El personaje principal de los Relatos del Peregrino Ruso (siglo XIX) fue incrementando su brillo con el ejercicio continuo de la oración. El libro trata de un campesino que inició una peregrinación por lugares santos en Ucrania, mientras rezaba todo el tiempo la oración de Jesús: “Señor Jesús, hijo de Dios, ten piedad de mí”.  Esa oración, que llevaba de sus labios a su corazón, se fue haciendo parte de su respiración. Por donde pasaba, el peregrino irradiaba amor, bondad, ternura y generosidad. Todo él brillaba. Poco a poco se fue dando cuenta de que las personas con las que se encontraba se iban haciendo mejores al conocerlo. Él iba irradiando a Jesús.

¿De qué manera podemos estar seguros de brillar, aunque fallemos o estemos pasando momentos difíciles? La gracia de Dios es garantía de brillo, de ahí la importancia de la vida sacramental. Llevamos la huella de Dios en nosotros. Hay que seguir diciéndole “sí”.

Termino con un fragmento de una oración de San John Henry Newman en la que le pedimos a Jesús que nos convirtamos en luz para otros:

“Jesús mío: ayúdame a esparcir tu fragancia donde quiera que vaya;
inunda mi alma con tu espíritu y tu vida;
llena todo mi ser y toma de él posesión
de tal manera que mi vida no sea en adelante
sino una irradiación de la tuya.

Quédate en mi corazón en una unión tan íntima
que quienes tengan contacto conmigo
puedan sentir en mí tu presencia;
y que al mirarme olviden que yo existo
y no piensen sino en Ti.

Quédate conmigo.
Así podré convertirme en luz para los otros.
Esa luz, oh, Jesús, vendrá toda de Ti;
ni uno solo de sus rayos será mío.

Te serviré apenas de instrumento
para que Tú ilumines a las almas a través de mí”.

Voces en el tiempo
Martha Moreno