En 1924, en los Juegos Olímpicos de Paris, el escocés Eric Liddell ganó medalla de oro por la carrera de 400 metros y de bronce en la de 200. Originalmente estuvo seleccionado para correr en los 100 metros, su mejor prueba, y decidió no participar en el último momento al enterarse de que las eliminatorias se celebrarían en domingo. Él no aceptó correr en el día del Señor. Su desempeño y convicciones fueron llevadas al cine en la película Carros de Fuego (1981).

Eric nació en China. Sus padres eran misioneros protestantes. Al cumplir seis años, él y su hermano partieron a educarse en Inglaterra. Desde pequeño, Eric mostró aptitudes deportivas sobresalientes, en particular en el rugby y en pruebas atléticas de velocidad. Después de las Olimpiadas obtuvo su título universitario y en el año 1925 decidió seguir la vocación de sus padres e irse a China como misionero y maestro. En 1932 se casó con la hija de un misionero canadiense con la que tuvo tres hijas.

Cuando inició la guerra de China con Japón, Eric decidió quedarse apoyando a las personas de su misión y envió a su esposa e hijas a Canadá mientras pasaba el peligro. Al llegar los japoneses fue internado en un campo de prisioneros donde falleció en 1945 por un tumor cerebral. Ya no le tocó conocer a su hija más pequeña que nació en Canadá. Uno de sus compañeros del campo de internamiento se expresó así de Eric Lidell: “Él rebosaba de buen humor, amor por la vida, entusiasmo y carisma. Es raro que una persona tenga la buena fortuna de conocer a un santo, y para mí, él fue la persona más cercana a la santidad que yo he conocido”.

Eric Liddell fue un hombre de Dios, un hombre de virtud. Una escena muy importante en la película es donde él dice que “Dios corría en él”. Su talento tenía que ser entregado porque era para dar gloria a Dios. Y, por lo mismo, él no tuvo miedo de expresar sus convicciones y negarse a participar en una carrera, si eso implicaba ir en contra de su conciencia. Era un hombre libre que supo oponer resistencia y mover estructuras preestablecidas. El respeto al día del Señor fue una de las principales peticiones de Nuestra Señora de la Salette en Francia, cuando se les apareció a los pastores Melania Calvat y Maximino Giraud en 1846.

Han pasado cien años y las Olimpiadas volvieron a Paris. En medio de luces, colores y de lo que fue visto por muchos como la mejor inauguración de todos los tiempos, encontramos manipulaciones ideológicas que mostraron una fuertísima oposición a nuestros valores cristianos. Pero también puede decirse que fue una especie de declaración de guerra a los atletas. Como cristianos sabemos, porque el mismo Jesús lo dijo, que seríamos perseguidos. Jesús fue perseguido y ofendido. No nos debemos sorprender de vivir lo que Él vivió. Esa idea la tenía muy clara San Carlos de Foucauld. Pero los atletas, que han tratado de permanecer fuera de las agendas que buscan quitar libertad e identidad, gracias a su esfuerzo, virtud y sacrificio, fueron minimizados al estar presentando al mismo tiempo un espectáculo donde lo que reinaba era exactamente lo opuesto a la virtud: una apología al vicio y a los siete pecados capitales (que para muchos ya ni existen ni son políticamente correctos). El espíritu de excelencia de unas competencias, que buscan la unidad de las naciones y el perfeccionamiento del ser humano, fue lastimado al disfrazarse de una malentendida inclusión que conduce a la desintegración y a la esclavitud del alma. Y lo que digo no va en contra de una persona o personas, sino de las agendas que buscan masificar, engañar, destruir valores y quitar libertad. Dios quiere que todos sus hijos se salven y quizá esa salvación pueda venir de que aprendamos a ver con amor a nuestro prójimo, aunque esté confundido o sea nuestro enemigo, pero la caridad tiene que ir unida a la verdad. El intento de escandalizar fue evidente, aunque también puede verse como un grito de auxilio que expresa necesitar (necesidad de Dios) lo que presenta como burla.

Se nos ha llamado a la resistencia, a la reparación y a la oración, que son importantísimas en estos momentos. Yo invitaría también a los atletas a hacer oír su voz. En 1924, una sola voz fue capaz de modificar lo que parecía inmodificable. Un hombre libre supo darle a Dios su lugar y al mundo su talento. Él permaneció fiel hasta el final de su vida, que fue ofrecida como un martirio.

Termino con unas frases del escritor Ernst Jünger, de sus obras La Paz y La Emboscadura, que ilustran la importancia de la persona singular que se opone al mal y resiste: “Hay que decir que la responsabilidad de la persona singular es enorme y que nadie puede exonerarla de ella… Hoy en día la persona singular es capaz de hacer más bien que nunca. La persona singular se parece así a la luz que, al encenderse, vence en su parte a la oscuridad… La grandeza humana es algo que hay que conquistar una y otra vez con lucha. Esa grandeza obtiene la victoria cuando vence en su propio pecho el ataque de la vileza”.

 

Voces en el tiempo

Martha Moreno