En este mes de julio, en el que celebramos a María como Nuestra Señora del Carmen, he tenido la oportunidad de reflexionar sobre la historia de los carmelitas. Esta espiritualidad nos enseña a contemplar el rostro de Cristo, en una vida de sencillez, ofrecimiento y amor a María. Un excelente resumen de la historia del Carmelo lo podemos encontrar en los escritos de Edith Stein (Sta. Teresa Benedicta de la Cruz), filósofa y carmelita descalza, quien murió mártir en el campo de concentración de Auschwitz, en el año de 1942.
San Juan Pablo II escribió las siguientes palabras sobre el Monte Carmelo: “Al contemplar estas montañas, mi pensamiento va hoy al monte Carmelo, cantado en la Biblia por su belleza. En aquel monte, que se encuentra en Israel, cerca de Haifa, el santo profeta Elías defendió valientemente la integridad y la pureza de la fe del pueblo elegido por Dios. En ese mismo monte, en el siglo XII d. C., se reunieron algunos ermitaños para dedicarse a la contemplación y a la penitencia”.
Edith Stein, como carmelita, habló del profeta Elías como de su guía y padre. Sentía que su espíritu vivía entre ellas, al darles su vocación de estar frente al rostro de Dios vivo. Se dice que la Virgen María visitaba a los eremitas del Monte Carmelo. Esos ermitaños vivían como hijos del profeta Elías y hermanos de la Bienaventurada Virgen. La Regla fue dada por San Alberto de Jerusalén en el año 1200 y estipulaba el sentido total de la vida carmelita: “Que cada uno permanezca en su celda, meditando día y noche en la ley del Señor y velando en oración”. A la fiesta del Monte Carmelo también la llamaban la fiesta del escapulario porque, en el año 1251, la bienaventurada Virgen María se apareció al general de la orden Simón Stock, de origen inglés y le entregó el escapulario como un signo de su protección maternal. San Simón Stock siempre le rezaba a la Virgen con estas palabras: “Flor del Carmelo, Viña florida, Esplendor del cielo, Virgen singular. ¡Oh, Madre amable! Mujer sin mancilla, muéstrate propicia con los carmelitas, Estrella del mar”.
El espíritu original del Carmelo cambió al entrar en sus paredes las preocupaciones y alegrías del mundo. Dios inspiró más adelante a Sta. Teresa de Ávila para que fundara un convento bajo la regla primitiva y así poderlo servir con mayor perfección. De ahí vendría San Juan de la Cruz, a quien menciona Edith Stein como a un segundo padre. Él fue el primero de los carmelitas descalzos de la reforma y escribió la obra Subida al Monte Carmelo.
Fueron hijas de Santa Teresa, formadas personalmente por ella y por San Juan de la Cruz, las que fundaron los primeros conventos de la reforma en Francia y en Bélgica. Entre ellas estuvieron la beata Ana de San Bartolomé y Madame Acarie (Beata María de la Encarnación). Del Carmelo surgieron mártires, como las 16 carmelitas que fueron guillotinadas en Compiegne, el 17 de julio de 1794, durante la Revolución Francesa. La escritora alemana Gertrude Von le Fort (1876 – 1971) fue capaz de sintetizar el martirio de estas carmelitas en una novela pequeña, pero muy profunda, titulada La Última del Cadalso. Durante la Revolución, los conventos fueron cerrados y muchos sacerdotes y religiosos fueron asesinados. Gertrude aterriza su obra en el personaje de una joven novicia, Blanca de la Force, quien era la más débil de todas las residentes del Carmelo de Compiegne. Se dudó mucho de permitirle emitir sus votos por su estado de miedo continuo. Fue la única de las carmelitas que tembló cuando se les pidió a todas que emitieran un acto de consagración, en el que ofrecieran su vida por su país, en ese tiempo de oscuridad. Sin embargo, realizó esa ofrenda. La priora quería liberarla de su compromiso, pero en oración sintió que Jesús quería también ese sacrificio de miedo total. Era un temor que abarcaba los miedos de toda la humanidad. Era el miedo que tuvo Jesús en el huerto de los Olivos. Y, precisamente, ese fue el nombre que recibió Blanca en el momento de sus votos: Blanca de Jesús en el Huerto de la Agonía. Las reflexiones de la escritora muestran todo su conocimiento sobre la espiritualidad del Carmelo. Ella conoció a Edith Stein. En una de sus cartas, Edith le dice que estaba feliz de entrar al Carmelo y que la invitaba a visitarla para que conociera por dentro el misterio que estaba queriendo transmitir en su novela.
Por último, Edith Stein habla de una pequeña flor blanca que floreció en el jardín del Carmelo. Esa flor conquistó rápidamente muchos corazones. Fue y sigue siendo una intercesora milagrosa que enseñó el camino de la infancia espiritual. Sta. Teresita del Niño Jesús llevó ese caminito heroico hasta el final. Dice Teresita en su libro Historia de un Alma que: “el amor de Dios la quiso preservar del envenenado soplo del mundo; y cuando apenas comenzaba a entreabrirse su corola, la trasplantó el buen Maestro en la Montaña del Carmen, selecto jardín de la Virgen María”.
Para Teresita, entrar al Carmelo fue entrar al mismo cielo. Implicó salir del mundo para entrar al verdadero jardín donde pudo darse enteramente a Dios. Ella sufrió la muerte de su madre, fue curada por la Virgen María, gozó cada segundo de su vida haciendo el bien y vivió en ofrecimiento continuo. Había descubierto el secreto de la felicidad, que implicaba conocerse, entender su lugar en el plan de Dios, orar por los sacerdotes y misioneros, estar alegre, contemplar el rostro de Jesús, siempre darse y servir con amor. Sus dones no eran para beneficio propio, sino para ayudar a los demás: no sólo a los de su tiempo sino también a los que vendrían.
Imaginar el Monte Carmelo, su belleza como espacio sagrado y toda la historia que lleva como lugar de encuentro con Dios, me llena de esperanza. Los carmelitas siguen mirando a Dios y ofreciendo sus vidas por la humanidad. Sus oraciones seguramente nos impulsan en el camino de Jesús, que es camino de amor, verdad y vida. En mis oraciones estarán muy presentes todos los hijos de María, Nuestra Señora del Carmen.
Voces en el tiempo.
Martha Moreno
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